Apenas llevaba en la cama veinte minutos y parecía estar conciliando el sueño cuando escuché que la puerta de casa se abría. El chirriar característico de la puerta indicaba que alguien profanaba mi hogar.
Salí de puntillas al pasillo y con sigilo, fui hasta el comedor. Allí había un hombre que estaba hurgando entre mis cajones.
Cogí un cenicero de pié por su mástil y le golpeé por la espalda. El intruso cayó fulminado, sin un grito, sin una queja, sin espasmo alguno...
Examiné el cuerpo y éste carecía de pulso. En la zona parietal, una única incisión provocada por los ornamentos del cenicero.
Enrollé el cadáver con varias mantas, lo bajé en ascensor hasta el garaje y lo introduje en el maletero.
Recorrí cerca de trescientos kilómetros hasta llegar a un bosque. Cavé varios metros y lancé el fardo a su interior.
De repente, oí gemidos, el intruso no estaba muerto. Dudé un instante, pero acabé enterrándolo en vida.
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